Cuando lo ignoro, siento esa felicidad que me recorre el cuerpo entero, que se pasea por mis venas y me llega al corazón con un estrépito de frescura; y me dan ganas de saltar por todas partes, de gritar y respirar hondo, de cerrar los ojos y pensar que más tarde todas las historias de aventura, amor, valor y locura se harían realidad, que un día daría vuelta una esquina y vería a alguien a los ojos y me daría cuenta de que ve exactamente lo mismo que yo.
Cuando lo ignoro, siento que no hay fronteras en el universo que se expande infinitamente desde mis pestañas a todo lo que mi mente aún no llega a imaginar que existe fuera de la atmósfera; suelo creer que andando en patines voy a llegar a Venus, o que en algún momento voy a aprender a teletransportarme, porque, al fin y al cabo, la única barrera era esa confianza que flaqueaba casi casi siempre.
Cuando lo ignoro, me sumerjo en ese vacito de café con leche, sierro los ojos y todo es cálido, y el edificio se convierte en un castillo con olor a leña.
Cuando no lo ignoro, escucho los ruidos de las micros que me obligan a darme cuenta de que hasta los pájaros tienen que tragar el humo de los motores, y que hasta las hormigas llevan amarrado un hilo de alambre que los mantiene sujetos al status quo.
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